A propósito del premio Luis Aparicio, que este jueves ha ganado por unanimidad, rescato este trabajo que hice tras visitar a Miguel Cabrera en su casa, el último día de la temporada regular de las grandes ligas, en 2006. «Quisiera que la gente sepa quién soy yo de verdad, una persona normal y corriente», dijo aquella vez
MIAMI
«Soy una persona normal y corriente».
Cualquiera lo dice. Pero no es fácil creerlo, si quien habla es alguien como Miguel Cabrera. No sólo debido a las obvias diferencias salariales que hay entre el venezolano común y el antesalista, figura en la gran carpa y rostro comercial en vallas y anuncios publicitarios en Florida; también, porque cada año que pasa sube otro escalón como una de las principales estrellas del beisbol mayor.
No es, sin duda, un venezolano común. Pero hay algo de razón en la frase que suelta el aragüeño en el patio de su casa en Miami, la noche del domingo. El que de lejos parece un arrogante deportista, enfocado en sumar estadísticas, tiene un brillo juvenil en los ojos cuando habla de las cosas que le emocionan.
Cabrera cuenta 23 años de edad y varias bendiciones, además de su inconmensurable talento deportivo: le pagan un salario por jugar, y él siempre jugó por placer, como cuenta su suegro, Ángel Polanco; y casó hace dos años con Rosángel, la novia de la adolescencia; como adolescentes parecen ambos en la gran foto de boda en blanco y negro que decora la entrada de la coqueta casa de dos pisos.
La noche cae. El anfitrión ha invitado a una reunión igual a ésas que organizaría un profesional de clase media alta en Caracas, Maracay o Puerto Ordaz. La diferencia está en que la razón del festejo es el cierre de la temporada de las grandes ligas y que entre los presentes se cuentan Dan Uggla, Cody Ross, Alfredo Amézaga, Yusmeiro Petit y Renyel Pinto.
«A mí me gustaría que la gente supiera en Venezuela quién soy en realidad», confiesa el slugger. «Esta es mi casa. Y mi familia. Una familia normal, como cualquier otra».
Es fiero en el terreno. Pero cuando su hija Rosángel Brisel, que ya tiene un año y un mes, corre hasta él y toma con sus manitas el pantalón de papá, éste la levanta hasta sus casi 2 metros de estatura, con el rostro recompuesto en la mayor sonrisa de la noche.
«Ella me cambió la vida por completo», confiesa con su cara de chamo y la bebita en sus gruesos brazos. «Es lo mejor que me ha pasado. Era durísimo irme en esas giras de dos semanas, porque como estaba tan pequeña, no me reconocía cuando regresaba. Eso te pega. Así que ahora, de vez en cuando, nos vamos los tres juntos cuando me toca viajar».
Correteos de infantes, entre amigos y familiares. Alguien pone a sonar un disco de «El Recodo» y Amézaga salta de alegría. Cabrera amenaza con tirar a Pinto a la pequeña piscina, y éste se venga, uniéndose a Petit en un coro de contraataque: «¿Qué vas a ser buen bateador tú, si terminaste con .180 en la pasada final?».
Él se defiende como puede. «¡Aquí hay un periodista; pregúntenle si no terminé segundo, detrás de Ramón Hernández! Yo fui el último out en la final de 2003 y dije que eso no volvería a pasarme jamás. Por eso, cuando fui a batear con dos outs, este año contra los Leones, me fajé y tiré un doble. Yo no vuelvo a ser el último out nunca más».
No lo será, porque no es un pelotero «normal y corriente». Aunque como persona sea otra cosa.